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Antonio Ibarra y Guillermina del Valle
A más de medio siglo de la aparición de las obras pioneras de Robert S. Smith (1978 [1940]) y de Guillermo Céspedes del Castillo (1945) y después de algunas publicaciones más recientes (Tjarks: 1962; Lobo: 1965; Woodward Jr: 1966; Nunes Dis (1971; Borchart: 1976), últimamente han vuelto a producirse investigaciones sobre los consulados de comercio hispanoamericanos, como se aprecia en los trabajos compilados por Enriqueta Vila Vilar y Allan Kuethe (1999), quienes han sintetizado buena parte de la agenda de investigación entre americanistas, desde una perspectiva peninsular, así como en una serie de investigaciones desde los distintos espacios americanos, publicadas durante la ultima década (Valle Pavón: 1997; Cruz Barney: 2001 y Souto Mantecón: 2001, para México; Melzer: 1991; Moreyra y Paz Soldán: 1994 y Parrón Salas: 1995, para Lima) En cierto modo, estos trabajos se pueden tomar como indicio de un recobrado interés por el estudio de las instituciones coloniales, que no hace mucho parecía agotado. La historia institucional tal vez sea la corriente más veterana de la investigación histórica sobre la Hispanoamérica colonial. Dedicada por excelencia al estudio de las disposiciones legales e instituciones que la Corona española había creado desde la colonización del Nuevo Mundo, la vieja historiografía institucional fue reprochada, hacia los años sesenta del siglo pasado, de reproducir una imagen del desarrollo americano que no encontraba ninguna correspondencia en la práctica política y social del continente conquistado. Tal crítica se fundó en la investigación empírica que revelaba, cada vez con mayor claridad, cómo las élites coloniales pasaban por alto las leyes y reales ordenes, destacando como un fenómeno explicativo de estas prácticas la omnipresencia de la corrupción (Pietschman 1982). Mas no se podía ignorar el orden institucional tan ligeramente. Si bien las leyes no se cumplían y las élites usaban las instituciones, establecidas para garantizar el buen gobierno, como instrumentos o plataforma para promover sus propios intereses, el orden jurídico de la América colonial formaba un marco, dentro del cual los actores sociales se movían, incluso cuando recurrían a métodos ilícitos. No se podía actuar, salvo en situaciones más bien excepcionales, de forma completamente independiente de la Corona y sus representantes. Lo que caracterizó a esta situación fue una perpetua negociación de poder dentro del marco de una jurisdicción casuística. Los funcionarios reales, por lo tanto, representaron un factor de decisión esencial. Por esta razón se les integraba a las familias de las élites mediante el establecimiento de lazos de amistad, de matrimonio o de compadrazgo o se aseguraba su apoyo mediante la corrupción. Así, el interés en las instituciones se ha vuelto a despertar, aunque librado de la ingenuidad de antaño y con nuevos enfoques interpretativos. De tal suerte, y como parte de un nuevo ciclo de renovación historiográfica, se ha revalorado también el papel de las corporaciones mercantiles como actores institucionales y el estudio de los consulados de comercio parece ser un campo particularmente fértil para revisar nuestras apreciaciones sobre el imperio español en América. La renovada óptica historiográfica ha llevado a una mayor problematización que reúne, por lo menos, tres nuevas visiones interpretativas: Primero, una nueva aproximación al viejo análisis de las instituciones coloniales, a partir de sus normas y sus funciones sustantivas, revisadas en sus prácticas y en sus formas de interacción social; segundo, una nueva interpretación sobre el papel de los actores institucionales en la conducta del poder colonial en América, enfatizando particularmente las dimensiones del conflicto entre corporaciones y políticas imperiales, y tercero, un examen documentado sobre las redes de parentesco, afinidad y lealtades que modelaron la conducta empresarial, política e institucional de las élites americanas. Esta transformación de enfoques es, también, una nueva apreciación sobre el papel del Estado colonial, de sus prácticas patrimonialistas y sus políticas reformistas. Asimismo, desde esta perspectiva ha cobrado relevancia el estudio de los poderes fácticos frente a las tentativas de cambio económico y político impedidas por viejos y nuevos actores institucionales, en una aparente contradicción de intereses pero en una armonía de propósitos. De la misma manera, la consistencia de arreglos entre particulares, llevados al terreno de decisiones corporativas, ha mostrado la identidad de intereses contradictorios y la ductilidad de las instituciones hispanoamericanas de Antiguo Régimen. Esto nos permite plantear varias preguntas, viejas y nuevas, cuyas respuestas requieren diferentes conceptos y metodologías. Si el régimen legal constituía una estructura básica de la sociedad o un marco dentro del cual se movían los sujetos históricos, hay que interrogarse por la naturaleza de las reglas que lo componían, inquiriendo la tradición medieval y patrimonialista, de la cual fueron producto los primeros consulados castellanos en Burgos, Bilbao y Sevilla (Barrero García: 1991; Cruz Barney: 2001; Noejovich: 2002) . Porque, también, fue en ellos que se inspiró la creación de los consulados de México y Lima en 1593 y 1627, los que hasta finales del siglo XVIII fueron las únicas instituciones de este tipo en tierras americanas. En la erección de los consulados se reunían un conjunto de diferentes motivos e intereses de la Corona, por un lado, y de los grandes comerciantes, por el otro. Si bien se ha afirmado que las instituciones del Antiguo Régimen constituyeron un botín de las clases altas de la sociedad, usadas para asegurar sus intereses (Thompson 1978: 138-139), conviene matizar en cuanto a la investigación actual sobre los consulados. Éstos, como la representación corporativa y tribunal privativa de los grandes comerciantes, no fueron bastiones usurpados por un grupo poderoso, sino que constituyeron más bien un "obsequio regalista" de la Corona, legalmente reconocido y garantizado. La metrópoli tomaba tal medida, en aparente perjuicio de su propio poder centralista, porque eran los grandes comerciantes los que controlaban el lazo económico más efectivo que ataba a América con España y porque del buen funcionamiento del comercio dependían, en gran medida, los ingresos fiscales (Klein 1994). Los viejos consulados americanos, el de Lima y el de la ciudad de México, constituyeron entonces dos pilares de la política monopólica colonial en la Carrera de Indias, pero también fueron el resultado de las perpetuas negociaciones que se llevaban a cabo entre la Corona y un grupo esencial de la sociedad colonial: los almaceneros y grandes comerciantes indianos. Como proponían Charles R. Hickson y Earl A. Thompson (1991), las monarquías del Antiguo Régimen, conscientes de los límites de su poder, sobre todo para imponer nuevos gravámenes, intercambiaban privilegios políticos corporativos con los grupos económicos fuertes, a cambio de la colaboración de aquellos en la organización de fuentes de financiamiento extraordinarias para sus propios intereses. Desde este punto de vista, lo esencial para la Corona no se reducía a que los consulados, por ejemplo, cobraran la alcabala, sino que se presentaba como una concesión más, encargándose al comercio el control sobre su propia fiscalización (Valle Pavón 1997). De mayor importancia fueron, sin embargo, los donativos y préstamos que el consulado había de recaudar para las arcas reales en épocas de guerras y colapso financiero(Valle Pavón: 1997 y 1998; Marichal: 1999). Regalar dinero a la Corona, o prestárselo sin interés, no le habría convenido al comercio si del derecho de organizarse en un consulado no se hubiera derivado alguna recompensa. De hecho, se puede analizar la función de la representación mercantil en términos económicos, siguiendo la interpretación de Douglass C. North (1991: 22-40) sobre los costos de transacción, para advertir que el intercambio entre privilegios y dinero tenía una lógica económica perfectamente racional. Los consulados desempeñaron una función económica decisiva en la coalición de intereses del comercio, mediante una disminución de la incertidumbre en el cumplimiento de contratos, asegurando los derechos de propiedad y reduciendo los costos de información derivados del comercio a larga distancia, pero también organizando el espacio económico y representando al comercio frente a la trama institucional del poder colonial y metropolitano (Ibarra: 2000). Después de haber reorganizado el aparato fiscal de sus territorios, todas las monarquías modernizantes del siglo XVIII tendían a deshacerse de los poderes corporativos del Antiguo Régimen. Hispanoamérica en esto no constituyó ninguna excepción. Pero, como lo demuestran también los estudios de este volumen, esto se hizo sobre todo dividiendo los viejos monopolios, y creando nuevos consulados en lugar de abolir los existentes, lo que a primera vista pudiera parecer paradójico. Así nacieron los consulados de Manila en 1769, de Caracas y Guatemala en 1793, Buenos Aires y La Habana en 1794, Cartagena de Indias, Chile, Veracruz y Guadalajara en 1795, y se puede añadir aquí la creación de los tribunales de minería, los que restringían la tradicional jurisdicción comercial en los asuntos mineros. La misma política se practicaba también en la península ibérica donde se crearon consulados en Alicante, La Coruña y otras ciudades, llegando a 14 a fines del siglo XVIII. Esta nueva coyuntura dio un renovado protagonismo a las viejas figuras corporativas hasta convertirlas en instituciones del cambio reformista promovido por la dinastía de los Borbones. Todo esto ya deja patente que es imposible, sobre todo para el caso del Antiguo Régimen, analizar lo económico separado de su contexto social. Donde la investigación de los últimos años más ha avanzado es en el haber inscrito a los consulados dentro del tejido social y político de la sociedad colonial. Los precursores de esta corriente fueron, probablemente, los estudios que analizaban la relación entre la capa administrativa del imperio y las élites locales, representadas sobre todo por grupos familiares. Los ejemplos pioneros serían el estudio de David A. Brading (1975 [1971]) sobre los mineros y comerciantes novohispanos en las últimas décadas de la Colonia, y en cuanto a los consulados en especial, el trabajo de Christiana Borchart de Moreno (1976). En el transcurso de los años, esta línea de investigación desembocó en el interés en las redes sociales, constituidas por el intercambio tanto formal como informal de bienes y servicios, dentro de un sistema de reciprocidad que entraña un intercambio continuo de servicios gratuitos o favores motivado por una ideología de parentesco y amistad. Sin embargo, la red no sólo se extiende horizontalmente, sino que adquiere también una dimensión vertical, o en otras palabras se presenta una jerarquización, así que las relaciones de reciprocidad se transforman parcialmente en relaciones de patrón-cliente (Adler Lomnitz 1998: 138, 147; Bertand 1998 u. 1999; Moutoukias 1998). El interés en las redes pone de manifiesto un cambio fundamental en la historiografía, que ha empezado a desconfiar de las posibilidades de abstraer estructuras generales de los fenómenos observados empíricamente. La atención ahora se centra en la categoría de "práctica social". Aquí la metáfora de la red pronto descubre su atractivo, al definirse no sólo como una estructura que reúne varios elementos sino como un sistema de relaciones entre elementos que no existen de forma abstracta, sino sólo en su realización práctica. Una red no es un estructura fija, sino un sistema cambiante en el tiempo: es una estructura esencialmente histórica. Ahora bien, tiene que quedar claro que un consulado no era la expresión institucionalizada de una red, o sólo lo era en un sentido muy específico, como asociación creada para ciertos propósitos definidos. El consulado de comercio era un nudo donde diferentes redes se cruzaban o se encontraban para la realización de unos objetivos concretos. El grupo socioprofesional de los grandes comerciantes distaba de formar una identidad. Aunque compartían intereses, estaba dividido en fracciones, constituidas sobre todo por redes familiares o de parentesco que competían entre sí sobre el control del comercio y de sus instituciones. En suma hay que reparar en que los consulados, en las estrategias de los individuos o de los grupos que componían el gremio, sólo formaban una pieza entre otras. Por lo tanto, en algunos periodos se observaba un marcado desinterés de los comerciantes en la institución, mientras que en un determinado momento se producían agudos conflictos por el control de los puestos consulares, lo que se puede intentar explicar a través de las funciones coyunturales asumidas por el consulado y su relevancia para establecer acuerdos, contratos o excepciones tributarias ante el poder colonial. Los motivos de las disensiones dentro del gremio habría que buscarlos en la mayoría de los casos en pugnas fuera de la institución, por ejemplo en rivalidades entre grupos étnicos y/o de interés.
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